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Editorial

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¿Qué hacer con el 2020?

Fernando de Buen

Para efectos del universo, el paso de un año al siguiente en forma de calendario no significa absolutamente nada, pues, ni los planetas se detienen, ni el sol brilla más, ni cambia la fisonomía de las estrellas. El movimiento sigue siendo una constante y tanto el sol como el resto que lo rodea, continúan su incansable viaje a través del inmenso espacio. Sin embargo, para los simples seres humanos que habitamos en el tercer planeta de este orden gravitacional, siempre existe la esperanza de que al momento en que las 11:59 P. M. agotan su último segundo y se vuelven una seguidilla de ceros con un nuevo número en el cajón de los años, pensamos que algo va a cambiar y estamos decididos a que así suceda. Los habitantes de este triste planeta seguimos otorgándole un inmenso crédito a esa extraña e enigmática palabra: fe.

Nuestro país, que está radicalmente separado entre buenos y malos, liberales y conservadores o fifís y chairos, por causa de la belicosidad de nuestro primer mandatario, sigue siendo indivisible cuando se trata de ayudar a quienes caen en desgracia por causa de terremotos, envenenamientos, explosiones de gaseras o de polvorines de fábricas de fuegos pirotécnicos. Este México reactivo ha encontrado en los propósitos de año nuevo un objetivo común: que el país crezca y a todos nos vaya mejor.

Desafortunadamente, en aras de mantener la paz, incluso en los más íntimos círculos de cada uno, resulta indispensable mantener los buenos deseos en secreto, pues los caminos que unos consideran ideales para alcanzar la meta, para otros solo profundizarán el abismo que nos aleja del Estado de bienestar. Hoy, más que nunca, todos tenemos miedo de compartir nuestros pensamientos con amigos, vecinos o hasta hermanos, porque ello podría desatar un debate de pronósticos funestos.

Nuestra distópica actualidad no es diferente a la que expuso George Orwell en su profético «1984», donde el amor y el odio están dirigidos por la clase política y no podemos confiar en nadie, más allá de nosotros mismos. El nivel de polarización que ha provocado el actual gobierno se pronuncia cada vez más en la televisión, la prensa y las redes sociales.

Por una parte, hay una prensa afín al sistema que, o bien recibe carretadas de dinero público para publicidad a cambio de enaltecer y alabar cualquier comentario que haga el presidente de la República, o la que contrata el gobierno para darles espacios a líderes de opinión en estaciones estatales de radio y televisión, mediante el pago de un sueldo que bien podría estar aderezado por fuera con fondos del partido oficial Morena (¿que ya no hay facturas chocolatas? Debo pensar en otra forma de pago).

En el otro extremo está la prensa crítica, la que ha sufrido las consecuencias de mantener altos los decibeles de su voz, pero que ya cuenta innumerables víctimas entre sus adeptos; y no me refiero a los muchos periodistas asesinados, sino aquellos que han sido despedidos por la presión a los respectivos medios, de un presidente que no acepta ser criticado en forma alguna.

No ha surgido una mejor arena para los choques de trenes entre ambas facciones, que las benditas redes sociales, especialmente Twitter. Cada vez que aparece una de las muchas dudosas declaraciones del presidente, surge una aclaración que lo desmiente, originando una batalla campal en la que ya no resulta fácil distinguir entre seres humanos y los ya inevitables bots que, por miles en ambos lados, buscan volverse tendencia para desestimar la teoría contraria.

Cada vez son más mis amigos y conocidos que han decidido no hablar de política en reuniones familiares o sociales, buscando una tregua virtual en los posibles diferendos entre las partes.

Es una verdadera desgracia que nos veamos obligados a actuar de esta forma, pues la política es uno de los más apasionantes temas de conversación entre gente pensante. Omitir este tópico por temor a sus posibles consecuencias, no me parece muy lejano al silencio autoimpuesto en el siglo XV, por miedo a las hordas del fraile Torquemada y su Santa Inquisición.

Es imperativo que todos expresemos abiertamente nuestro amor por México y el inquebrantable deseo de que salga de este inmenso bache. Lo de menos es el método si el resultado nos beneficiará a todos.

Recordemos los voluntarios puños en alto pidiendo silencio en las polvorientas noches frente a los escombros, en septiembre de 2017, ante edificios en ruinas en donde parecía imposible que alguien pudiese sobrevivir. De pronto, una voz débil, una respuesta, un canal de comunicación y el incansable intento de rescate.

A este México al que todavía le quedan firmes cimientos, le falta mucho para que sus columnas cedan y se venga abajo la casa. Nuestro país es mucho más fuerte que Andrés Manuel López Obrador; tiene la capacidad de resistir a la sinrazón del susodicho y de todos sus acomodaticios, corruptos e incondicionales jilgueros en el Congreso de la Unión, con todo y rémoras; puede más que sus cuestionables e inexperimentados secretarios de Estado; puede más que la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cuyo presidente es ya un porrista incondicional de la 4T, y puede resistir al secuestro presidencial de las organizaciones autónomas, como la CNDH, la CRE, el INEGI y el INAI.

Si bien lo ha logrado en algunos casos, la sociedad civil —tú, yo, nosotros y ellos— no permitiremos en ninguna circunstancia que se apropie también del Instituto Nacional Electoral (INE) y mine su independencia, en aras de darle permanencia indefinida a su Cuarta Transformación, a través del fraude y la manipulación de resultados (que en su gabinete sobresale el más experimentado tramposo electoral de la historia de este país).

No olvidemos que todos, vecinos, amigos, hermanos o ilustres desconocidos —adversarios o compañeros— queremos lo mejor para México. Ese es un buen motivo para darle la mano a la contraparte e invitarlo a cuidar —solo a eso— a nuestro amado país.